He hablado tan bien de ti que no dudo haber sonado, en más de una ocasión, como predicadora. Espero que no crean que mi demencia, sólo aparente, es un efecto tuyo, pues lo único que me has dado, y agradezco tanto, es la capacidad de no entregarme al desconsuelo, de recordar qué cosa es la esperanza y contemplarla con optimismo mesurado, terrestre, como quien se dispone a disfrutar una tarde de verano sentado en el umbral de su casa, a ras del suelo.
Es curioso cómo la esperanza, en la oscuridad, modifica sus propiedades; se vuelve un espectro raro e inasible, objeto de fe supersticiosa. La esperanza, en la oscuridad, no sirve para nada. La esperanza, en la oscuridad, ni siquiera existe realmente. La esperanza, en la oscuridad, es un fantasma, y los fantasmas son creaciones de una mente abatida por el cansancio. Para que la esperanza se manifieste hace falta un resquicio por donde pueda entrar algo de luz.
¿Cómo, siendo tan áspera, tu agasajo es cálido y manso? De mi infancia aún perduran algunos gestos de desagrado ante ciertos estímulos, pero he sabido ponerles límites a mis opiniones gesticulares. No permitiría que hicieran groserías en tu presencia. La madurez abre paso a las dulces amarguras; esto es… una disposición a mirar de cierta manera, una forma de estoicismo doméstica y risueña. Hay prejuicios razonables (saldría en defensa de mi desconfianza de ser necesario), pero tengo ya demasiadas evidencias de tu generosidad. Eres medicina amarga y vigorizadora, remedio de los tristes.
Deja una respuesta