Como animales de oficina, desprovistos de vínculos genuinos con la naturaleza, nos hemos aficionado a traer plantas a casa. Poblamos habitaciones con helechos, bromelias, cactus… y contemplamos, cándidos, su belleza. No las comprendemos. Una vez que los introducimos a nuestro hogar, estos nobles vegetales adquieren carácter de ornamento o electrodoméstico purificador de aire. No son pocos los que llegan a morir por descuido o por exceso de atenciones. Si fuéramos menos testarudos nos limitaríamos a adquirir sólo aquellas variedades cultivadas para los tontos: plantas que no nos necesitan, que demandan, si acaso, un poco de agua. Admitiríamos que nuestras inquietudes son, sobre todo, esteticistas; que no amamos la botánica sino el interiorismo.
Al caminar por el bosque, una vez que asimilamos la complejidad del paisaje delimitada por nuestro horizonte visual, pasamos del deslumbramiento a la observación. Entonces somos capaces de apreciar un conjunto armonioso de individuos muy peculiares. Las flores resplandecen entre los pastos y las rocas, y cautivan con sus tonalidades y aromas a los insectos polinizadores, los llaman a fecundarlas; entretanto, como abejorros tarugos, también nosotros nos sentimos atraídos. ¿Qué nos convoca? ¿De dónde provienen las ganas de poseerlas? La portabilidad de las plantas resulta muy práctica para el depredador pasmado o el excursionista de vivero que pocas veces puede apreciarlas en su ecosistema y opta por hacerles uno, inerte, con el mobiliario. En defensa de este pasatiempo, podemos decir que las atmósferas diseñadas por los humanos, aunque carecen de alma, indudablemente gozan de vitalidad… artística.
A unos pasos de los decoradores, contra espalda de los botánicos, encontramos a los coleccionistas. Su interés, como el de los antiguos dueños de los gabinetes de curiosidades, suele acarrear indagaciones que deparan hallazgos y conocimientos vastos o al menos suficientes para no confundir una agavácea con una cactácea o para no ahogarla con buenas intenciones. La obsesión de estos especialistas caseros, si bien raya en lo patológico y los vuelve monotemáticos, da muestras de auténtico fervor a su objeto de deseo. Mientras tanto, en la acera de enfrente nos saludan las abuelas entusiastas de la jardinería, cuya erudición desenfadada respecto al mundo vegetal tiene sus raíces en una historia rebosante de colores que ellas mismas cultivaron. Este amor sabihondo no fulgura entre quienes, lejos de cuidar de sus hijas bastardas como si fueran propias, las acumulan, las acomodan. ¡Qué desdicha les depara a las plantas errantes! Condenadas a la indigencia, morirán durante las vacaciones.
Las plantas, como todo ser vivo, han evolucionado con exceso de gracia. Su belleza, ante nuestra mirada zopenca, es un lenguaje que las vuelve inteligibles. Quizá quien aprecia una flor por su aspecto, aun sin conocerla, tiene la disposición, no muy concienzuda, a comprender su idioma, y esta voluntad no es sino una expresión cabal de su naturaleza, de la naturaleza. Traemos plantas a casa porque creemos que la comunicación interespecie es posible.
El acto de enmacetar criaturas, pese a ser una imposición evidentemente egoísta, delata simpatía por las afinidades. El desarraigo es un tema sensible para quien se sabe despojado de un pasado más dichoso que el presente y encuentra en sus plantas desarraigadas una forma de echar raíces con miras a un futuro promisorio. ¡Vaya paradoja!, expatriar a una pobre mata en nuestra búsqueda de estabilidad. No obstante, esta maniobra caprichosa encierra, al mismo tiempo, el deseo de compartir el hogar. Cuando adoptamos una planta apadrinamos a un individuo que, como tal, hospeda consciencia, si no de sí mismo, sí del entorno; posee presencia, y la presencia de otro es compañía. Traemos plantas a casa porque somos seres gregarios.
Aspiramos a garantizar la continuidad de la vida y atestiguar, de cerca, la prosperidad y el renacimiento, aunque sea en miniatura. Encontramos en las plantas virtudes que nos conmueven, y las trasladamos adonde nos resulta conveniente; las proyectamos, incluso, en nuestro carácter y nuestras motivaciones. Traemos plantas a casa porque somos poetas domésticos.
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